Toda mi vida fue una
transformación. Pensada para ser una cosa terminé siendo siempre otra.
Asumo que es difícil hablar o
escribir y ser tomada tal y como lo que escribo, sin más comentarios ni
aclaraciones. Cuando leo o escucho a otras personas, no puedo evitar sacar
conclusiones, intentar consolar o aclarar mi punto de vista. Sin embargo aquí
sólo busco salir de mí y que los lectores lo sepan. Soy la vida que tengo y eso
lo acepto o, al menos, es lo que intento a diario. Así como deshice mi fecha de
cumpleaños una vez y me escapé. Otra vez festejé doble. Otra vez volví a
escaparme y la última vez decidí que casi no existiéramos ni la fecha ni yo.
Así hoy dejo salir lo que viene sin otros ánimos que aquellos que me mueven a
escribir.
Son estas transformaciones las
que me hacen hoy.
La primera fue la más difícil de
mis transformaciones. Debí ser una gota de sangre en la ropa interior de la
madre que me albergó en su vientre y, sin embargo, la gota tomó cuerpo, le
crecieron extremidades, ojos, pelo, se le cayó la cola y el renacuajo, pasó a
ser un pequeño bebé que, rajándola al medio, se hizo paso en este mundo.
La segunda transformación ocurrió
quién sabe cuándo, pero intuyo que días posteriores a la primera. Y no es
menor. Debí ser un perrito-regalo para la madre que me albergó en su corazón, pero
pasé a transformarme en hija. Aquella mujer fue a buscar una sorpresa, intuyendo que encontraría un
lindo perrito, quizá, con moño y todo. Y, sin embargo, le tenían preparado otro
mamífero, más longevo y algo más delicado de cuidar. Hoy comprendo más en
profundidad y con bastante estupor la anécdota que, aggiornada, contaba cómo
debieron elegir rápido mi nombre. La historia oficial cuenta que esperaban un
niño y llegó una niña. Hoy sé que esperaban a Boby y llegué yo. (escribir
“Boba” era caer en el chiste fácil… pero no pude evitar escribirlo igual).
De allí en más ha habido una
serie interminable de transformaciones. No recuerdo tanto aquellas de la niñez.
Hoy mi infancia tiene el título de “infancia feliz” aunque no dejan de llegar a
mí sensaciones de tristezas varias, soledades, depresiones y castigos. Tal vez
el recuerdo se esté transformando también.
Cada cambio, cada nueva decisión
era sentida por mi yo adolescente como una transformación total y culposa, como
una gran y extraña mutación, como una patada en el culo para quienes me
rodeaban. Recuerdo hoy mi primer beso y a ese compañero del secundario que,
como un halago, dijo de mí que verme besando a alguien lo había decepcionado… ¿Acaso
se esperaba de mí el celibato? ¿Algún otro compromiso asumido con Dios? ¿La
zoofilia? ¿Acaso su culo esperaba una lamida y se encontró con una patada?
¿Acaso el monstruo estaba
empezando a salir? No… Se quedó guardado. Igual que cuando empecé a copiarme
con machetes y libros debajo del banco. Nadie vio al monstruo asomando. Nadie
lo esperaba y yo, acostumbrada a caer siempre de prepo, quise guardarme. Quise
ser lo que se esperaba de mí.
Siguió una serie breve de diversas
elecciones en torno a los estudios. Los cuerpos celestes, las artes de cómo ser
una buena secretaria ejecutiva, imaginarme traduciendo de un idioma otro. Y la
tan esperada ayuda al prójimo bajo el nombre de una profesión que me enseñaría
a sacar adelante a aquellos que carecían de la posibilidad de comunicarse bien.
Título en mano, juramento hipocrático fotografiado y filmado, me lancé con mi
primer guardapolvo al mundo de la salud y de la enfermedad a compadecerme de
cuanta alma en pena había en este mundo.
Y a tratar de hacer algo por ello. Ya que eso se esperaba de mí. Hermosa
tarea y muy disfrutable, por cierto. Pero el monstruo no salía. Ni en la más
orgásmica sesión fonoaudiológica (sí, cuando hacemos nuestro trabajo con amor,
tenemos a veces orgasmos con nuestra profesión) ni en la más desenfrenada noche
de sexo, alcohol de por medio (sí, a veces los que guardamos un monstruo
adentro bebemos y tenemos sexo, aunque decepcionemos a viejos compañeros del
secundario…).
Algunos intentos de ser otras
artes. La literatura, CBC mediante, que me dejó fuera de carrera antes de
empezar con un 3 en el primer parcial de Economía sin que yo pudiera entender
qué tenía que ver la Economía con las Letras. Y así, sin más, casi ofendida, me
fui. Concursos de cuentos, de calidad vergonzosa algunos, que murieron como
merecían en un viejo diskette que ya ninguna computadora lee o en los tachos de
las oficinas donde se llevaban a cabo los concursos. Clases de canto con una
laringe más o menos cerrada, según la técnica, que dejaba al monstruo quietito
en su lugar, agazapado a las puertas del cielo (o del infierno) y confirmando
en cierto modo aquello de “La Garganta del Diablo”. La danza, un amor oculto
que me hizo emocionar hasta las lágrimas y logró que la piel se me erice tanto
que hubiera decepcionado nuevamente a aquel joven que esperaba otra conducta de
mi parte. La danza que aún hoy me sigue sonriendo mientras yo siento que, de nuevo,
no me le puedo acercar. Tal vez no es la danza la que ríe, sino el monstruo que
bailando asomó su gran y horrible cabeza y sabe que bastan unos pocos acordes
más, si es que alguien logra dar con los acordes precisos (como en esas cajas
fuertes con clave numérica) para que mi cuerpo baile y estallando se abra al
medio y de él salga no uno sino los mil demonios que lo habitan. Pero, mientras
todo esté bajo control, la explosión no será hoy ni mañana. Y mañana Dios
dispondrá para cada uno y vaya uno a saber lo que a mí me toca…
La lista es larga. Hay hitos y
grandes mesetas. Me transformé también cuando pité mi primer porro dando paso a
un ser que no dejó de decir estupideces de allí en más. Pequeño monstruito… Me
transformo cada tanto cuando como sabroso y la boca se me llena de saliva y comida
deliciosa que chorrea por entre las comisuras y las manos, me transformo al
alimentar a mi felina como a mí (y a ella) se nos da la gana. Me vuelvo un poco
gata y me enrollo en el acolchado, metiendo la cabeza adentro. Aunque así, a
veces, no me transformo, sino que simplemente me pongo triste…
Pero una vez me transformé en
madre y allí el demonio (o una parte de él) no pudo esconderse más. Parí una
hija, una placenta y un flor de diablo que día a día se me para frente al
espejo y me mira serio. Sabiendo que yo sé. A veces usa mi pelo y habla como
yo. A veces se avergüenza y siente que debe esconderse o, mejor, desaparecer.
Sin embargo, a veces, sale desde ese hueco que está debajo de mi esternón y abriéndose
paso doloroso entre las costillas derechas e izquierdas se abalanza contra el
mundo y grita con la boca tan grande que se le pueden ver las vértebras
recubiertas de piel en el fondo de su garganta. Así-de-tanto le duele el grito
pero así-de-tanto lo hará una y otra vez. Porque, es tan diablo como cualquier
demonio. Tan odioso y potente como el mismísimo Satanás. Tan feroz como el lobo
que se comió a Caperucita, a la abuela, a los 3 chanchitos y aún merodea los
bosques para seguir comiendo inocencias. Y, sin embargo, está atrapado…
Y, como todos saben, a ningún
diablo le gusta que lo encierren.
Buenos Aires, 10
y 11 de agosto de 2015