Barbara Morgan "Lamentation" (Martha Graham - 1927)

martes, 11 de agosto de 2015

Primera explosión. El big bang. El big crunch.

  

Toda mi vida fue una transformación. Pensada para ser una cosa terminé siendo siempre otra.
Asumo que es difícil hablar o escribir y ser tomada tal y como lo que escribo, sin más comentarios ni aclaraciones. Cuando leo o escucho a otras personas, no puedo evitar sacar conclusiones, intentar consolar o aclarar mi punto de vista. Sin embargo aquí sólo busco salir de mí y que los lectores lo sepan. Soy la vida que tengo y eso lo acepto o, al menos, es lo que intento a diario. Así como deshice mi fecha de cumpleaños una vez y me escapé. Otra vez festejé doble. Otra vez volví a escaparme y la última vez decidí que casi no existiéramos ni la fecha ni yo. Así hoy dejo salir lo que viene sin otros ánimos que aquellos que me mueven a escribir.
Son estas transformaciones las que me hacen hoy.
La primera fue la más difícil de mis transformaciones. Debí ser una gota de sangre en la ropa interior de la madre que me albergó en su vientre y, sin embargo, la gota tomó cuerpo, le crecieron extremidades, ojos, pelo, se le cayó la cola y el renacuajo, pasó a ser un pequeño bebé que, rajándola al medio, se hizo paso en este mundo.
La segunda transformación ocurrió quién sabe cuándo, pero intuyo que días posteriores a la primera. Y no es menor. Debí ser un perrito-regalo para la madre que me albergó en su corazón, pero pasé a transformarme en hija. Aquella mujer fue a buscar una sorpresa, intuyendo que encontraría un lindo perrito, quizá, con moño y todo. Y, sin embargo, le tenían preparado otro mamífero, más longevo y algo más delicado de cuidar. Hoy comprendo más en profundidad y con bastante estupor la anécdota que, aggiornada, contaba cómo debieron elegir rápido mi nombre. La historia oficial cuenta que esperaban un niño y llegó una niña. Hoy sé que esperaban a Boby y llegué yo. (escribir “Boba” era caer en el chiste fácil… pero no pude evitar escribirlo igual).
De allí en más ha habido una serie interminable de transformaciones. No recuerdo tanto aquellas de la niñez. Hoy mi infancia tiene el título de “infancia feliz” aunque no dejan de llegar a mí sensaciones de tristezas varias, soledades, depresiones y castigos. Tal vez el recuerdo se esté transformando también.
Cada cambio, cada nueva decisión era sentida por mi yo adolescente como una transformación total y culposa, como una gran y extraña mutación, como una patada en el culo para quienes me rodeaban. Recuerdo hoy mi primer beso y a ese compañero del secundario que, como un halago, dijo de mí que verme besando a alguien lo había decepcionado… ¿Acaso se esperaba de mí el celibato? ¿Algún otro compromiso asumido con Dios? ¿La zoofilia? ¿Acaso su culo esperaba una lamida y se encontró con una patada?
¿Acaso el monstruo estaba empezando a salir? No… Se quedó guardado. Igual que cuando empecé a copiarme con machetes y libros debajo del banco. Nadie vio al monstruo asomando. Nadie lo esperaba y yo, acostumbrada a caer siempre de prepo, quise guardarme. Quise ser lo que se esperaba de mí.
Siguió una serie breve de diversas elecciones en torno a los estudios. Los cuerpos celestes, las artes de cómo ser una buena secretaria ejecutiva, imaginarme traduciendo de un idioma otro. Y la tan esperada ayuda al prójimo bajo el nombre de una profesión que me enseñaría a sacar adelante a aquellos que carecían de la posibilidad de comunicarse bien. Título en mano, juramento hipocrático fotografiado y filmado, me lancé con mi primer guardapolvo al mundo de la salud y de la enfermedad a compadecerme de cuanta alma en pena había en este mundo.  Y a tratar de hacer algo por ello. Ya que eso se esperaba de mí. Hermosa tarea y muy disfrutable, por cierto. Pero el monstruo no salía. Ni en la más orgásmica sesión fonoaudiológica (sí, cuando hacemos nuestro trabajo con amor, tenemos a veces orgasmos con nuestra profesión) ni en la más desenfrenada noche de sexo, alcohol de por medio (sí, a veces los que guardamos un monstruo adentro bebemos y tenemos sexo, aunque decepcionemos a viejos compañeros del secundario…).
Algunos intentos de ser otras artes. La literatura, CBC mediante, que me dejó fuera de carrera antes de empezar con un 3 en el primer parcial de Economía sin que yo pudiera entender qué tenía que ver la Economía con las Letras. Y así, sin más, casi ofendida, me fui. Concursos de cuentos, de calidad vergonzosa algunos, que murieron como merecían en un viejo diskette que ya ninguna computadora lee o en los tachos de las oficinas donde se llevaban a cabo los concursos. Clases de canto con una laringe más o menos cerrada, según la técnica, que dejaba al monstruo quietito en su lugar, agazapado a las puertas del cielo (o del infierno) y confirmando en cierto modo aquello de “La Garganta del Diablo”. La danza, un amor oculto que me hizo emocionar hasta las lágrimas y logró que la piel se me erice tanto que hubiera decepcionado nuevamente a aquel joven que esperaba otra conducta de mi parte. La danza que aún hoy me sigue sonriendo mientras yo siento que, de nuevo, no me le puedo acercar. Tal vez no es la danza la que ríe, sino el monstruo que bailando asomó su gran y horrible cabeza y sabe que bastan unos pocos acordes más, si es que alguien logra dar con los acordes precisos (como en esas cajas fuertes con clave numérica) para que mi cuerpo baile y estallando se abra al medio y de él salga no uno sino los mil demonios que lo habitan. Pero, mientras todo esté bajo control, la explosión no será hoy ni mañana. Y mañana Dios dispondrá para cada uno y vaya uno a saber lo que a mí me toca…
La lista es larga. Hay hitos y grandes mesetas. Me transformé también cuando pité mi primer porro dando paso a un ser que no dejó de decir estupideces de allí en más. Pequeño monstruito… Me transformo cada tanto cuando como sabroso y la boca se me llena de saliva y comida deliciosa que chorrea por entre las comisuras y las manos, me transformo al alimentar a mi felina como a mí (y a ella) se nos da la gana. Me vuelvo un poco gata y me enrollo en el acolchado, metiendo la cabeza adentro. Aunque así, a veces, no me transformo, sino que simplemente me pongo triste…
Pero una vez me transformé en madre y allí el demonio (o una parte de él) no pudo esconderse más. Parí una hija, una placenta y un flor de diablo que día a día se me para frente al espejo y me mira serio. Sabiendo que yo sé. A veces usa mi pelo y habla como yo. A veces se avergüenza y siente que debe esconderse o, mejor, desaparecer. Sin embargo, a veces, sale desde ese hueco que está debajo de mi esternón y abriéndose paso doloroso entre las costillas derechas e izquierdas se abalanza contra el mundo y grita con la boca tan grande que se le pueden ver las vértebras recubiertas de piel en el fondo de su garganta. Así-de-tanto le duele el grito pero así-de-tanto lo hará una y otra vez. Porque, es tan diablo como cualquier demonio. Tan odioso y potente como el mismísimo Satanás. Tan feroz como el lobo que se comió a Caperucita, a la abuela, a los 3 chanchitos y aún merodea los bosques para seguir comiendo inocencias. Y, sin embargo, está atrapado…
Y, como todos saben, a ningún diablo le gusta que lo encierren.



Buenos Aires, 10 y 11 de agosto de 2015   
        


martes, 4 de agosto de 2015

Seres y Noseres

Voy entendiendo que todo lo que fui, lo que soy y lo que seré, lo que quise ser, lo que pude ser y lo que no sé si seré puede convivir, todo junto, en mí. Hoy empiezo a ver con simpatía la idea de ser doble, o triple o cuádruple. Con simpatía, sí. Y aún con temor.
Mientras escribo empiezo a abandonar la idea de Ser, tan amplia para mí, tan sólo unas líneas más arriba. No sé si alguna vez seré. Y debo admitir que me entusiasma la idea...
Voy sintiendo que No Ser me va cuadrando más que ser todo lo que puedo Ser, pero modificar el comienzo de este texto ya sería Ser. Y me propongo No Ser.
Dejar salir al monstruo. Permitirle tomar forma humana, cuerpo y parecerse a mí me aterra, pero ya el monstruo no cabe en mi interior. Mi cabeza estalla a cada momento. Mi cuerpo no lo resiste más y me voy desequilibrando. O quizás la balanza empiece a moverse para que ambos platillos se equiparen. No lo sé. A veces siento que estoy cayendo y no sólo caigo de la balanza, sino que caigo con ella. Nos caemos de la superficie donde está apoyada porque es la superficie misma la que cae debido a que, lo que sustenta a dicha superficie ha perdido su base de apoyo. Mi Universo entero se derrumba y caigo sin parar, por siglos, por años, por meses y días. Caigo durante horas, minutos y segundos y, al abrir los ojos no estoy más que aún sentada, cayendo.
Me propongo No Ser aquí todo lo que me animo a Ser fuera. Me propongo salirme de este blog. Salirme cada vez que pueda y llevarme un trozo de texto a mi propia vida. Caeré con todo eso que anhelo, que deseo y que aún no puse en marcha. Caeré cada vez con más velocidad e intentaré cambiarle el sentido a todo mi No Ser.

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